Tristes Domingos nocturnos en que las opresivas
soledades fundamentales, atacan sin disfraz ni piedad.
Soledades autónomas en su maldad e indolencia.
Soledades de los veinti y tantos en que ya nada es tan
lustroso como antes y nada aun tan obsoleto.
La tarde de Domingo también me encontró triste y muy
callada: tirada en mi cama vacía, con el único horizonte
de un otoño aún naciente, de muertes tantas veces presentidas;
pues se muere mil veces, mil veces que se suplica
por una resurrección que jamás se produce, que
nunca vendrá.
Con el tiempo, estas pequeñas muertes,
individuales crecen cósmicamente,
hasta embriagarnos del sentido de no existencia de esa mayor,
esa definitiva frente a la cual, ya nada parece importar demasiado.
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